sábado, 13 de marzo de 2010
Adiós a un amigo
Siempre que muere un contador de historias todos nos quedamos huérfanos. Los contadores de historias son los guardianes de la memoria de la tribu, esa memoria compuesta de todas las experiencias, todas las ideas, toda la imaginación que el ser humano ha sido capaz de acumular desde el principio de los tiempos. Son los buenos contadores de historias quienes recogen el poso de la tradición y lo destilan para devolvérnoslo reelaborado, el mismo cuerpo con un vestido nuevo. Todo está ya contado, pero siempre se puede volver sobre ello, existen perspectivas originales, aristas desconocidas, destellos, vislumbres, detalles. Ayer por la mañana murió en Valladolid, su ciudad, Miguel Delibes Setién, el más grande contador de historias que hemos tenido en España en el siglo XX.
Un hombre
Su biografía, que puede resumirse como la de un hombre corriente, estuvo jalonada de muchos éxitos, algunos fracasos, trabajo constante y firme. También conoció el dolor con la muerte de su esposa en 1974. Quizá no fue un hombre feliz, pues la felicidad para él no existía, pero se esforzó en ello y lo hizo por amor. Lo cuenta en Señora de rojo sobre fondo gris. En otra parte, él mismo describió ese sentimiento: “El estado de felicidad no existe en el hombre. Existen atisbos, instantes, aproximaciones, pero la felicidad termina en el momento en que empieza a manifestarse. Nunca llega a ser una situación continuada. Cuando no tienes nada, necesitas; cuando tienes algo, temes. Siempre es así. Total, que nunca se consigue” (entrevista en El País 9/12/2007).
Miguel Delibes nació en Valladolid, en el otoño de 1920. Con apenas 21 años comenzó a trabajar en el periódico El Norte de Castilla, del que llegaría a ser director en 1958. El seudónimo Max ocultó al autor tras sus primeros trabajos como viñetista. Al mismo tiempo sacó la cátedra de Derecho Mercantil. Y se casó con Ángeles de Castro, su esposa durante toda la vida, hasta el fallecimiento de esta y aún después, pues Delibes se definió en alguna ocasión como “viudo fiel”. En El Norte de Castilla ejerció su labor periodística durante muchos años. Bajo su tutela dieron sus primeros pasos profesionales autores como Francisco Umbral, José Jiménez Lozano o Manu Leguineche. Hubo momentos duros durante esos años, con una lucha constante para sortear las directrices que en aquellos momentos imponía la dictadura a través del ministerio de Información y Turismo. Pero Delibes salió indemne de ellos y legó al periodismo la impronta de un profesional preocupado por el buen uso de la lengua castellana y por la necesidad de ejercer el trabajo periodístico en absoluta libertad.
En 1948 publica su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, e inaugura su colección particular de premios literarios con la concesión del Nadal. A lo largo de su carrera obtendría también el Nacional de Literatura, el Nacional de las Letras Españolas, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Nacional de Narrativa y el Cervantes. Cuentan las malas lenguas que, en cierta ocasión le fue ofrecido el Planeta, pero él lo rechazó. La integridad fue una de sus virtudes. Su carrera literaria es de sobra conocida, los títulos que más fama le han dado –El camino, Las ratas, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris, Diario de un jubilado, El hereje– adquirieron desde muy pronto el marbete de clásicos. Su amor por la lengua castellana lo llevó hasta la Real Academia Española. Sólo el premio Nobel se le ha negado, lo que constituye un desdoro, otro más, para ese galardón cada vez más alejado de la realidad.
En lo personal, seguro que el momento más difícil fue la muerte de su mujer, con la que tuvo siete hijos. De ellos el más notorio públicamente es Miguel Delibes de Castro, biólogo, conservacionista y ecologista, autor junto a su padre de algunos libros bellísimos sobre la naturaleza y los peligros que la acechan.
Tuvo una vida larga, plena, que supo vivir sin aspavientos, con la modestia de los humildes y el orgullo de quien trabaja mucho y lo hace bien. Ayer, a los ochenta y nueve años, esa vida se apagó. Ahora Delibes cruza la difusa línea de la posteridad.
Un paisaje
Joaquín Soler Serrano lo entrevistó alguna vez en aquel estupendo programa de la televisión en blanco y negro que era como un oasis de color en el páramo umbrío de la cultura durante la dictadura franquista. Allí habló de muchas cosas y, entre ellas, recordó el origen francés de su apellido. Ascendientes galos que viajaron a España por motivos profesionales y ya no se marcharon. En ese programa habló también, como tantas veces lo ha hecho después, del campo castellano. Castilla fue la cartografía sentimental de Delibes. En ella situó sus novelas, de ella extrajo a sus personajes y los elevó a la categoría de mitos, según la segunda acepción que el diccionario de la Real Academia ofrece de esta palabra: “Historia ficticia o personaje literario o artístico que condensa alguna realidad humana de significación universal”. Su prosa se ajustó siempre a las condiciones del paisaje descrito, sencilla, precisa, sin ornamentos vacuos ni oropeles innecesarios y, al mismo tiempo, de una riqueza infinita. Supo dar significación universal al rincón del mundo donde se desarrolló su vida y esa es, sin duda, la marca de los grandes escritores.
También expresó la extrañeza del hombre sencillo cuando sale del campo y se topa, de manos a boca, con el ritmo frenético de la ciudad. Un hombre, por lo general, mayor, que se ve trasplantado a un mundo que no es el suyo, que no conoce y en el que no se encuentra cómodo. Y que encuentra compresión en los niños, tan ajenos como él a ese mundo artificial, o en los animales, símbolo de la libertad perdida que se ansía recobrar.
Sólo una vez su prosa salió al mar. Y lo hizo brevemente en su última novela. El mar se transformó con rapidez en espacio de libertad, en vehículo para la transmisión de ideas nuevas, ideas que darían lugar a revoluciones y que causarían llanto y dolor por culpa de la cerrazón y la intolerancia, pero que harían avanzar la maquinaria de la historia hacia formas más plenas de entendimiento, hacia momentos menos oscuros de la humanidad.
La caza fue la actividad que prefirió. Y en eso también aplicó su sabiduría de hombre sencillo. Para él la caza no era un deporte sin más, sino una manera de incluirse en la naturaleza, de formar parte de ella. La caza fue su pasión más acendrada y muchas veces dejó constancia de ello en entrevistas y declaraciones públicas. La entendía como una actividad en la que el cazador y la pieza deben competir en las condiciones más similares posibles. El cazador utiliza su armamento superior, pero no debe aprovecharse de manera innoble de las debilidades de la pieza. Delibes supo ejecutar sus actos con envidiable coherencia y honestidad.
Una pasión
Nunca conocí a Delibes. Muchas veces pensé escribirle, me habría gustado mucho establecer con él una relación epistolar. Pero un extraño sentimiento de pudor siempre me retrajo. Puede que yo sea una especie de otros tiempos. Hoy en día, estamos hartos de verlo, el pudor nunca disuade a nadie. A mí me mantuvo a distancia.
De todas formas, no hacía falta conocer personalmente a Delibes. Bastaba con leer sus libros. En ellos ya estaba, aquilatada, la personalidad de este hombre bueno en el sentido machadiano del término. Desde La sombra del ciprés es alargada, y al margen del rimero de premios literarios que sus libros obtendrían, hubo siempre en toda su obra un amor desbordante por sus personajes. Daniel el Mochuelo, el Azarías, Cipriano Salcedo, todas las vidas que surgieron de su pluma estaban indisolublemente ligadas a la suya propia y él se reflejaba en todos y cada uno de ellos. Aunque parezca una perogrullada señalar que un narrador vive en lo que escribe, esa es un virtud que muy pocos, sólo los más grandes, poseen. Y si no, basta con leer muchas de las novelas que se publican en estos tiempos de desmesura que vivimos. Se nota la falta de imbricación de los autores con sus personajes, se percibe que han sido diseñados con la frialdad de una mente analítica, o en el despacho de algún editor poco escrupuloso, con el único afán de alcanzar el éxito de ventas. Pero no tienen calor y, por eso mismo, no son capaces de reflejarlo. No son humanos.
Lo de Delibes era distinto. Una forma de entender la literatura como una parte de la propia vida, una manera de crear personajes y cuidarlos, caminar un trecho a su lado hasta estar seguro de que el lector los conoce, se reconoce y viajará con ellos el resto del camino. Una preocupación parecida a la de un padre por sus hijos. Y no eran necesarias las alharacas retóricas, el barroquismo ni el abigarramiento. Con una prosa desnuda al tiempo que riquísima, Delibes pintó para nosotros el cuadro completo de la España que le tocó en suerte. Expuso como nadie los contrastes entre la ciudad y el campo, expresó los anhelos de los humildes, se metió a menudo en la piel de los niños y nos mostró el mundo de los adultos a través de sus ojos, para que pudiéramos reírnos de nosotros mismos y de nuestra pretendida trascendencia. Delibes habló de la conciencia individual y cantó a la libertad con una fuerza poderosa. Su última novela publicada, El hereje es, quizá, la mejor de toda su producción. Delibes nos mostró el amor con una delicadeza, una sutileza y una naturalidad muy difíciles de igualar y lo hizo en el libro que le dedicó a su mujer, fallecida muy pronto. Señora de rojo sobre fondo gris, la luminosidad de una mujer excepcional contrastada con el fondo tenebroso de un país que se diluía en la desidia, atenazado por la mordaza de la dictadura.
Un hombre que puso pasión en cuanto hizo. Nunca lo vi personalmente, no estuve con él ni estreché su mano. Pero leí sus libros y puedo asegurarles que conozco a Miguel Delibes Setién y que es mi amigo.
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