lunes, 22 de junio de 2009

CAE EL TELÓN, SE APAGAN LOS FOCOS


Me viene a la memoria uno de los personajes de la película Cadena perpetua. Aquel viejo presidiario al que un buen día le conceden la libertad, sin saber que lo que en realidad hacen es añadir una nueva condena, esta aún mas dura, a la que ya había pagado. Y es que, tras años de vivir entre rejas, el hombre ha quedado inservible para regir su propio destino. Anulado como persona, incapaz de tomar sus propias decisiones, incluso las más sencillas. Y, para colmo, carece de referencias en el exterior porque todos sus amigos permanecen en presidio.
A algunas personas les suceden cosas así. Se acostumbran a una rutina, a la comodidad de no tener que arriesgarse y decidir. A ocupar un lugar en el que son reconocidas, en el que encuentran su puesto. La engañosa realidad televisiva quizás sea un caldo de cultivo apropiado para que la gente desarrolle esa dependencia. Desde hace tiempo estamos acostumbrados al peregrinaje de ciertos personajillos por los programas de televisión, casi siempre para contar las memeces por las que les pagan. Más allá del dinero que ganen con esa actividad, lo que en realidad les atrae es el calor de los focos, al que acuden igual que los mosquitos a un farol. Algunas personas no saben estar alejadas de los focos. Se acostumbran pronto al calor del público que jalea sus ocurrencias, sus chistes, sus disparates televisivos y se convierten en personajes de sus propios espectáculos, hasta tal punto que ya no distinguen entre la realidad y la ficción de sus programas. O no quieren que caiga el telón porque entonces no sabrían qué hacer ni adónde ir.
Un ejemplo reciente lo tenemos en la historia del israelí Dudu Topaz, relatada hace unos días por el veterano corresponsal Henrique Cymerman. Durante años Topaz fue el rey indiscutible del panorama televisivo hebreo. Sus programas ocuparon los primeros puestos en los índices de audiencia. Pero un día, todo se torció. Hemos asistido en muchas ocasiones a derrotas parecidas. Todo un país volcado con una persona cuyas ocurrencias son celebradas, sus tics imitados, su personalidad admirada sin reservas. Y, de pronto, el fenómeno se desinfla. El favor del público (no hay nada más voluble), se le niega sistemáticamente. Ha terminado la función. Hay quien lo acepta y desaparece de la escena, en un último gesto de complacencia con aquellos que lo admiraron. Otros, en cambio, comienzan a arrastrarse de programa en programa, convertidos en tristes reflejos de sí mismos.
A Topaz no es que le faltaran las ideas a sus 62 años. Al contrario, tenía muchas, no se había hecho viejo. Pero a sus superiores, que siempre están en sintonía con lo que el público demanda, tal vez porque son ellos quienes deciden qué demanda ese público en cada momento, no les convencían. Su última propuesta fue un espectáculo televisivo basado en relatos bíblicos. Una idea muy buena, según el propio Topaz, que se la ofreció personalmente a la directora del canal para el que trabajaba. También fue rechazada. Quizá el veterano presentador insistió, le mostró a la ejecutiva las bondades de su proyecto, incidió sobre la buena acogida que el público israelí dispensaría al espectáculo. Pero no hubo manera de convencerla. Los tiempos de gloria de Topaz habían pasado.
Días después, la directora obstinada recibió una paliza salvaje a las puertas de su vivienda. No fue la única. Tres ejecutivos más recibieron sendas muestras del grado de despecho que sufría Topaz. Pues no era otro quien se encontraba detrás de las agresiones. La estrella rechazada había utilizado las rentas de su pasada gloria para vengarse de los que le habían alejado de los focos. Y su furia se cernía también sobre su ámbito privado pues, al parecer, planeaba el asesinato de una de sus ex esposas.
Ahora ha vuelto a acaparar la atención de los medios de su país. Pero será por poco tiempo, hasta que la conmoción se apague y la sorpresa reclame nuevos alimentos. Entonces caerá, esta vez definitivamente, el telón y los focos se apagarán. El espectáculo habrá terminado.

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