viernes, 13 de marzo de 2009
LECCIONES DE AVENTURA
Quienes hayan leído la novela El paciente inglés habrán disfrutado de un festín de auténtica literatura. Quienes haya visto la película, habrán disfrutado de un festín de auténtico cine. Y quienes lean Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias disfrutarán de la prosa excelente de un periodista capaz de devolvernos el goce infantil que provocaba la proximidad del peligro, la cercanía de la aventura. Eso sí, de la aventura soñada, imaginada, vivida entre las páginas de un libro o ante la pantalla de un televisor una tarde de sábado de nuestra infancia.
Se trata de una colección de artículos escritos por Jacinto Antón y publicados en las páginas de El País. El libro es una auténtica delicia ya desde la ilustración de cubierta. Pero es la prosa del periodista barcelonés lo que lo hace especial. En primer lugar, quien se atreva a posar sus ojos sobre las primeras frases de cualquiera de las piezas antologadas, será llevado como en volandas hasta la conclusión del texto. Y quedará con ganas de más. La atractiva cualidad de la escritura de Antón (que surge, sin duda, de la pasión que éste siente por los temas sobre los que escribe) se combina con el indudable interés de los asuntos tratados para convertirse en un poderoso veneno del que, una vez inoculado, es imposible salvarse.
Pero lo mejor de todo es que el periodista narra sin apartarse nunca de un humor que actúa como elemento distanciador pero que, en realidad, se trata de una trampa, un artificio para esconder un amor por la aventura más propio de un chaval de doce años que de un hombre adulto que ha caído en todas las trampas que tiende la vida. Y es ahí donde reside el mérito del libro, en convertirnos otra vez en niños, en que pasemos las páginas extasiados, disfrutando de cada texto y aguardando expectantes las nuevas sorpresas que nos deparará el siguiente. En sus crónicas Antón recupera para nosotros el placer del peligro, el fetichismo de la aventura, el aroma de una buena historia contada con maestría, sin renunciar a la melancolía que la mirada adulta imprime sobre aquello en lo que se posa. Y, a través de sus páginas, nosotros recuperamos con él la pasión infantil que nos llevó a viajar a los desiertos africanos, o a combatir en los cielos de la Segunda Guerra Mundial, o a navegar por mares infestados de peligros, o a luchar en una llanura del lejano oeste. Nos divertimos como lo hacíamos entonces. Pero sobre todo, recuperamos la magia de leer que es, quizá, la última aventura que nos queda.
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