miércoles, 25 de marzo de 2009

UNA MUJER LIBRE


Antena 3 acaba de emitir una miniserie basada en la vida de Pepa Flores, aquella niña que se hizo famosa cantando y actuando bajo el nombre de Marisol. No se trataba de un documental, sino de una película para televisión y, como tal, los dos capítulos contenían gran cantidad de ficción. Sin embargo, lo que la serie sí que lograba transmitir con aroma de verdad (y para esto es fundamental el trabajo de la actriz Teresa Hurtado, que interpreta a la malagueña en su etapa adulta), sobre todo en el segundo capítulo, era el drama interno que vivió la cantante y actriz. Quedan bien retratados el hartazgo de una mujer a la que habían robado su infancia para crear un mito, un icono, algo que nunca la satisfizo. No creo que la verdadera Pepa Flores aspirase a una vida modesta, a ser únicamente esposa y madre, como parece reflejar la serie. Pero sí a ser ella quien decidiese cómo compaginar sus aspiraciones personales con su vida profesional, a decidir cuándo había llegado el momento de hacer qué. Y eso se le había negado prácticamente desde el principio. Así que es probable que el juguete de la fama y el éxito se rompiera muy pronto en manos de aquella chiquilla. Ahí reside, a mi juicio, la clave de la historia: hubo un momento en que a Pepa Flores ya no le gustaba ser Marisol. Quizá ese momento se manifestó por primera vez durante la infancia, o tal vez llegó cuando la niña se transformó en mujer. Eso sólo lo sabe ella. Lo que sí queda claro en la serie es la explotación a la que estuvo sometida y la falta de unos referentes sólidos durante su etapa infantil. Dicen que en aquella época todas las niñas querían ser como Marisol. Y Marisol sólo quería ser como Pepa Flores, como siempre había soñado. Al final lo consiguió, aunque tuvo que luchar, y aún tiene que hacerlo, por su libertad, por disponer de sí misma. Pienso que Pepa Flores merece nuestra admiración y su decisión de permanecer ajena al mundo del espectáculo es digna de respeto. Y más en ella, que fue un mito, una diosa con los pies de barro que, sin embargo, supo afirmarse sobre su propio pedestal sólo para ser capaz de bajarse de él. Posiblemente muchos de los actuales aspirantes a la gloria (en televisión no hay día en el que no veamos cómo multitud de jóvenes acuden a los programas concurso con la única ambición de hacerse famosos) deberían pensar un poco en Pepa Flores. Pararse a meditar y decidir si el esfuerzo merece la pena, si el éxito vale lo mismo que el dolor de renunciar a disfrutar con lo que uno hace que es, al fin y al cabo, lo que da sentido a una vida, si el deseo de alcanzar la cima compensa todo lo que hay que dejar atrás. Pero es difícil que suceda así. Porque para eso hay que estar hecho de una pasta especial o hay que haber sufrido mucho. O ambas cosas. Sólo vemos el resplandor de los focos, pero no pensamos que podamos quemarnos si nos acercamos mucho. Marisoles hay muchas, pero Pepa Flores sólo una.

viernes, 13 de marzo de 2009

LECCIONES DE AVENTURA


Quienes hayan leído la novela El paciente inglés habrán disfrutado de un festín de auténtica literatura. Quienes haya visto la película, habrán disfrutado de un festín de auténtico cine. Y quienes lean Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias disfrutarán de la prosa excelente de un periodista capaz de devolvernos el goce infantil que provocaba la proximidad del peligro, la cercanía de la aventura. Eso sí, de la aventura soñada, imaginada, vivida entre las páginas de un libro o ante la pantalla de un televisor una tarde de sábado de nuestra infancia.
Se trata de una colección de artículos escritos por Jacinto Antón y publicados en las páginas de El País. El libro es una auténtica delicia ya desde la ilustración de cubierta. Pero es la prosa del periodista barcelonés lo que lo hace especial. En primer lugar, quien se atreva a posar sus ojos sobre las primeras frases de cualquiera de las piezas antologadas, será llevado como en volandas hasta la conclusión del texto. Y quedará con ganas de más. La atractiva cualidad de la escritura de Antón (que surge, sin duda, de la pasión que éste siente por los temas sobre los que escribe) se combina con el indudable interés de los asuntos tratados para convertirse en un poderoso veneno del que, una vez inoculado, es imposible salvarse.
Pero lo mejor de todo es que el periodista narra sin apartarse nunca de un humor que actúa como elemento distanciador pero que, en realidad, se trata de una trampa, un artificio para esconder un amor por la aventura más propio de un chaval de doce años que de un hombre adulto que ha caído en todas las trampas que tiende la vida. Y es ahí donde reside el mérito del libro, en convertirnos otra vez en niños, en que pasemos las páginas extasiados, disfrutando de cada texto y aguardando expectantes las nuevas sorpresas que nos deparará el siguiente. En sus crónicas Antón recupera para nosotros el placer del peligro, el fetichismo de la aventura, el aroma de una buena historia contada con maestría, sin renunciar a la melancolía que la mirada adulta imprime sobre aquello en lo que se posa. Y, a través de sus páginas, nosotros recuperamos con él la pasión infantil que nos llevó a viajar a los desiertos africanos, o a combatir en los cielos de la Segunda Guerra Mundial, o a navegar por mares infestados de peligros, o a luchar en una llanura del lejano oeste. Nos divertimos como lo hacíamos entonces. Pero sobre todo, recuperamos la magia de leer que es, quizá, la última aventura que nos queda.

jueves, 5 de marzo de 2009

DE VUELTA DEL PARAISO


Acabo de leer un reportaje sobre Dharavi. Dharavi es un suburbio. Pero no un suburbio en el sentido de barrio periférico y más o menos marginal, tal como se entiende esa palabra por aquí. Es uno de esos suburbios del llamado tercer mundo, que no es otra cosa que una ciudad dentro de otra, en la que varios millones de personas se hacinan en condiciones más que precarias. Dharavi es un suburbio de una de las mayores megalópolis del mundo: Mumbai, antes llamada Bombay.
En Dharavi no hay agua corriente, las ratas y otros parásitos conviven en pie de igualdad con los seres humanos, las enfermedades campan sin control, recibir una buena educación es una posibilidad lejana. Más de un millón de personas viven en un territorio de poco más de dos kilómetros cuadrados. Como dice el escritor Vikas Swarup, en Dharavi hay que hacer cola hasta para cagar. Y, sin embargo, también en Dharavi es posible vislumbrar el paraíso.
Eso es lo que le sucedió recientemente a dos niños. Dos chavales de entre los miles que habitan Dharavi fueron seleccionados para participar en una película. En Bombay no es infrecuente que la gente participe en el cine. La industria de Bollywood es, quizá, la más pujante del mundo. Sin embargo, en esta ocasión, la cosa era un poco diferente. Los chicos, un niño y una niña, actuaron en una película financiada con capital extranjero. Cobraron mil dólares y otros 25.000 para cada uno fueron depositados en una cuenta bancaria hasta que los jóvenes cumplan la mayoría de edad y puedan disfrutarlos. No parece mucho, pero para ganar esa cantidad, un indio adulto debe trabajar durante varios años.
Todo habría quedado en un buen negocio para ellos y para sus familias si no fuera porque esa película era "Slumdog Millionaire", galardonada con ocho premios óscar. Los chicos fueron llevados hasta Hollywood, el corazón mismo de la jungla cinematográfica, fueron agasajados con los mejores manjares, se alojaron en hoteles de lujo, se hicieron fotos con los famosos y disfrutaron de una noche mágica, aunque ningún premio recayó especificamente sobre sus personas. Cuando volvieron a la India, el sueño todavía se hizo más intenso. Sus compatriotas los recibieron como a auténticos héroes nacionales, se les tributaron homenajes, todos los periodistas estaban como locos por entrevistarlos. Incluso, según parece, algunos familiares vieron en ellos la posibilidad de salir de la pobreza. Pero de pronto, un buen día, los focos se apagaron, la maraña de gente volvió a sus ocupaciones, la fiebre pasó.
El problema, la auténtica tragedia es que un cuerpo que se ha duchado con agua caliente ya no quiere volver a lavarse sólo de vez en cuando y utilizando el agua de un charco; un estómago que se ha habituado a la comida de los mejores restaurantes se resiente si se le obliga a una dieta escasa, de mala calidad; unos pies que han calzado zapatos de diseño italiano se niegan a caminar entre la miseria y la porquería. En fin, que los chicos ya no quieren vivir en Dharavi, sino en Estados Unidos. El chaval ha caído en una especie de melancolía que lo mantiene apartado de sus antiguos compañeros de juegos; la niña vaga por las calles de su barrio vestida con el mismo traje que usó en Hollywood, ahora manchado y roto, como una muñeca triste con la que ya nadie quiere jugar. La esperanza para ellos es que Bollywood se ha interesado en contratar sus servicios y van a hacer una nueva película. Quizá puedan desarrollar una carrera en el cine de su país que los aleje del barrio que ahora encuentran hosco y deprimente. Tal vez puedan volver a soñar.
Pero ¿qué pasa con esos otros millones de niños en todo el mundo a los que se les niega incluso el derecho a soñar? Hace unos años en Kibera, un suburbio de Nairobi, se vivió una situación similar con el rodaje de otra película, "The constant gardener". ¿Qué habrá sido de aquellos niños que corrían en la pantalla tras el coche que transportaba al atribulado viudo que interpretaba Ralph Fiennes? ¿Qué será de los niños de Kibera, de los chavales de Dharavi, de todos los niños cuyo futuro tal vez no llegue hasta la próxima película? Esa también es la magia del cine.